ZUNÁI - Revista de poesia & debates

 

 

NOSOTROS, LATINOAMERICANOS

 

Víctor Sosa 

 

                                                      "un espléndido estilo surgiendo paradojalmente                                                              de una heroica pobreza.
-  José Lezama Lima

 

 

Desde el título mismo de este texto nos enfrentamos a dos perplejidades expresivas de consideración: primero, un pronombre personal, un "nosotros" que postula una identidad plural, colectiva, una conjunción de sujetos emparentados y unidos por un destino y, acaso, un bien común; segundo, un sustantivo: "latinoamericanos", que define y especifica dicha noción de identidad. Pero, ¿existe una identidad latinoamericana que posibilite un nosotros? Si acaso fuese posible responder a esta pregunta, habrá que partir del concepto mismo de América Latina, es decir, habrá que partir de otra pregunta: ¿Por qué latina? ¿Acaso son latinas las poblaciones mayoritariamente indígenas de Guatemala o del Paraguay que hablan guaraní o lenguas derivadas del maya? ¿Latino el cinturón negro de la costa atlántica que se extiende desde las Antillas hasta el Brasil y que, en buena medida, mantiene vivas las tradiciones afro-religiosas? ¿Latinas las colonias alemanas en la Santa Catarina brasileña o en el sur de Chile? Omito, por obvias, las respuestas. Y si sumamos a los componentes indígenas y africanos las migraciones asiáticas (en Sao Paulo existe la comunidad japonesa más numerosa fuera del Japón), centroeuropeas y del Medio Oriente, la etiqueta latina comienza a ser vista bajo la lupa de la sospecha.

Digámoslo de una vez: América Latina es una invención francesa creada por Napoleón III con el inocultable afán imperialista de ocuparse - y ocupar territorialmente, la aventura de Maximiliano en México lo demuestra- de dicha zona natural de influencia: L'Amerique Latine, desvinculándola así de la América anglosajona y de su panamericanismo expansionista. Se entiende, entonces, la resistencia al término por parte de los españoles que continúan utilizando el también muy discutible Hispanoamérica, cuando no reinciden en el error terminológico de llamar Sudamérica al territorio que va del Río Bravo hasta Tierra del Fuego, ignorando que México se ubica en América del Norte y que, entre el istmo de Tehuantepec y el de Panamá existe una zona llamada América Central.

Desde ahí, desde la visión de la sospecha, ese "nosotros, latinoamericanos", se presenta como una entelequia, como un involuntario simulacro de identidad colectiva, como un ilusionismo histórico prestidigitado desde la nomenclatura de un Poder exterior que nomina y, así, domina. Nominar es, también, dar origen, dar principio y causa a una cosa, dar lugar. El nombre ordena el caos inmensurable del mundo y lo acota, lo vuelve -al restringirlo- mensurable, lo autoriza a ser entre los paréntesis de una anatomía finalmente dicha, nombrada. Identidad es la palabra clave que nos salva de la angustiante indiferenciación. Identidad sustentada -si seguimos la rigurosa lógica de Parménides y su principio de no contradicción- en que "aquello que es, es, y aquello que no es, no es". Y ese ser -como agregaría más tarde Aristóteles-, para que sea verdad, debe ser nombrado y meticulosamente clasificado. Nosotros, latinoamericanos, podemos estar tranquilos, podemos descansar en la satisfactoria certidumbre de ese nosotros pergeñado por la aristotélica clasificación de los otros.  O, en parecidos términos: nosotros somos un Yo colectivo gracias al Otro que nos nombra.

Tal vez nuestra soledad, nuestros íntimos laberintos, nuestra insoslayable extranjería, nuestra esquizoide condición de bárbaros civilizados, provenga en gran parte de un malentendido lingüístico: L'Amerique Latine. La ironía de lo anterior -si la hubiere-, es superficial (la ironía siempre es superficial), el trasfondo en cambio -que sí lo hay-, es trágico. O tragicómico, en la medida en que dicho trasfondo se nutre de una involuntaria parodia de otros modelos de identidad social, de otros imaginarios colectivos provenientes en principio de la civilizada Europa y más recientemente de los Estados Unidos.

Dicho de otro modo: el problema de América Latina (aceptemos el término como el calzado que aprieta pero preferimos usarlo antes que caminar descalzos) se genera en las deficiencias del proyecto de la Ilustración transplantado a nuestras tierras; en las incongruencias de Estados de derecho, jurídicamente modernos, constitucionalmente avanzados, pero atrapados en el arcaísmo de relaciones sociales precapitalistas, feudales, esclavistas; en la coexistencia de formas de producción "asiáticas" con formas de consumo y actitudes post-industriales y primer-mundistas; en el simulacro liberal-democrático perpetrado por oligarquías patriarcales osificadas en sus resabios premodernos; en suma -y sintetizando toscamente todas las contradicciones- en la descomunal e inmoral brecha entre pobres y ricos, incrementada, claro está, por economías dependientes del capital extranjero. A estas endémicas diferencias sociales sumémosle las diferencias culturales: un habitante medio de Buenos Aires o de Sao Paulo desarrolla mayores vínculos identitarios con un nativo europeo que con un cholo de la región andina o un aborigen de la Amazonía. Diferencias culturales que son diferencias temporales: pueblos que viven en el neolítico cohabitan en un mismo continente con elites altamente tecnificadas y naturalmente integradas a los códigos de la globalización. Cohabitan, sí, pero se desconocen. He ahí la paradoja del nosotros: una gran máscara que unifica y oculta a una legión de desconocidos.

Paralelamente a esta situación, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y las ideas de "libertad, igualdad, fraternidad" promulgadas por la Revolución francesa están muy presentes en el imaginario colectivo latinoamericano (pensemos en Juárez, en Bolívar, en Artigas, en San Martín; pensemos en la educación laica, en Martí, en Rodó, en Vasconcelos) pero el caudillismo, posterior a los movimientos independentistas, y el caciquismo, posterior a los caudillos, han impedido todo proyecto verdaderamente modernizador. Nuestros caudillos y gobernantes adoptaron los discursos liberales, positivistas y democráticos como rito social, como mimesis de las metrópolis de ultramar, pero sin cambiar las estructuras feudales y los anacrónicos sistemas de producción. Somos, involuntariamente, la parodia de Europa. Somos, a pesar de las tan racionales como racistas proposiciones de Sarmiento, civilización y barbarie, modernidad y medioevo, tragedia y comedia articuladas en un mismo libreto.

Si aceptamos la parodia de ser latinoamericanos (y esto es muy relativo; como decía Borges, nos sentimos argentinos, chilenos, mexicanos, antes que latinoamericanos), aceptamos también la parodia de los estados-nación con sus fronteras artificiales, sus cursis himnos belicosos, sus tremolantes pendones coloridos, sus institucionalizadas manipulaciones afectivas. En efecto, la identidad nacional -piedra angular del Estado- nace de una mediatizada identificación afectiva y de la construcción de un universo simbólico común. He ahí el "nosotros" contrapuesto a "los otros". Mecanismo eminentemente bipolar: integración (a un grupo) y diferenciación (de otros grupos). Ese consenso imaginario que da pie a la identidad nacional busca maneras, formas, enunciados homogeneizadores de un "nosotros" identitario y exultante : "¡Viva Chile, mierda!"; "¡Viva México, cabrones!"; "Argentino hasta la muerte"; "Como el Uruguay no hay". Estos hiperbólicos enunciados nacionalistas llegan, a veces, a rozar lo patético, como el orgullo de los argentinos a principios del siglo XX -según anota el sociólogo Alain Rouquié- "de ser el único país blanco al sur de Canadá", o más recientemente, la propaganda intertextual de los militares que anunciaban con un cinismo digno de Goebbels: "Los argentinos somos derechos y humanos", mientras se sistematizaban las desapariciones y se incrementaba el terrorismo de Estado.

Entonces, ¿lo que es, es, Parménides? ¿Somos lo que nos dijeron que somos? ¿Actuamos como marionetas atadas a ese destino manifiesto de la impericia, la corrupción, el narcotráfico, la ilegalidad estatuida, la impunidad solapada bajo la falsa balanza de la justicia, el avasallamiento de los más débiles, el ejercicio de la pereza y el machismo como práctica de la indignidad? Tal vez (sin duda) sea cierto, pero nosotros, latinoamericanos, además de bailar samba, cumbia, tango, danzón, vimos el mundo a través de la rayuela de Oliveira, recorrimos con Borges las mitologías de los arrabales y las virtuales bibliotecas de Babel, describimos los otoños de los patriarcas y los laberintos de cien años de soledad no sólo para triunfar en/sobre París o Nueva York, sino para entendernos, para traducirnos a nosotros mismos, para comprender con el Tao y con Heráclito -ese contemporáneo de Parménides- que lo que es, no es, y lo que no es, es; así, simultáneamente, contrariando el principio de no contradicción que sustenta hasta ahora todo el aparato lógico de la civilización occidental.

Nosotros, latinoamericanos, somos un desarreglado rizoma de Occidente y, por tanto, no nos constituimos ni como un simple reflejo ni como un "extremo Occidente" mecánicamente deducible y fácilmente clasificable. Somos hijos de la hibridez cultural, de la mixtura de lo indígena, lo negro, lo ibérico (de donde proviene esa nebulosa noción de latinidad) y de lo árabe, entre otras influencias menores pero no menos importantes. Somos lo que somos y lo que no somos. Seres híbridos, fértiles cruzas de una genética cultural intrínsecamente impura. Esto, por supuesto, no es exclusivo de la condición social latinoamericana, la hibridación responde a la estructura misma de la vida, concierne a la dialéctica de la transformación y del cambio fenoménico, contradice el principio de no contradicción de Parménides (ese inventor de la máquina a vapor) e invalida todo principio esencialista de la identidad como un valor basado en la hipótesis de un origen puro. No hay origen puro porque no hay origen. No hay mexicanidad, peruanidad, argentinidad, latinoamericanidad, más que en las vacuas verborreas presidenciales y en las lúgubres borracheras de algunos demagogos populistas. La identidad siempre está en otra parte. Tal vez esa otra parte sea la lengua ("minha patria é minha língua", canta Caetano), esa casa del ser, ese territorio virtual y descentralizado que se puede hallar en Barranquilla, en Helsinski o en Nueva York. Desterritorializar la identidad es reconocer su intrínseca ubicuidad, su indefinible condición de otredad, su natural deserción del bronce ecuestre.

Las lenguas vivas mutan, se hibridizan, están constantemente buscándose a sí mismas. En Latinoamérica tenemos contundentes testimonios de radicales hibridaciones del lenguaje -que también son replanteos identitarios- , sobre todo, en los poetas: César Vallejo, quien en 1922, con Trilce, hizo trizas la sintaxis castellana para, de esta manera, adecuarla a una personal necesidad respiratoria, expresando, no una peruanidad, sino una voltaica perplejidad ante toda noción de identidad: identidad del ser, del mundo, del lenguaje. Vicente Huidobro y su icárico viaje en Altazor, exceso y descenso del decir, voluptuosidad creacionista contrapuesta al silencio primigenio, al vacío avasallador soterrado detrás de las palabras. Lezama Lima: nómada en ese magma de la polisemia e incontinente dador de "incestuosa voracidad" que hace del lenguaje un espacio hechizado, una constelación que es una transfiguración permanente, una sistematización del exceso que se nutre del gongorismo para hipertrofiarlo en esa tan delirante acromegalia de lo americano. Lezama Lima, al absorberlo todo -mitología griega, I Ching, cristianismo, Platón, presocráticos, gnósticos y un largo etcétera- absuelve el compromiso unívoco de la identidad, disuelve sus imperativos fronterizos y expande, propala, reinventa al ser (americano) a partir de una cartografía de lo barroco, de una posesión y de un posicionarse en todas partes. Lo que es, es todo, diría Lezama. Porque sólo hay identidad en la totalidad, por eso el barroco (americano y lezamiano) es la identidad de todo con el todo, es la resolución de la dicotomía nosotros / los otros en el entrevero corpuscular de la materia, es una hedonista hibridación de olores, colores, sabores, humores, maneras de ser, de pensar y de pronunciar el mundo. Es Parménides y Heráclito confluyendo.

Porque la complejidad de esta América todavía innombrable se sustenta en el exceso de presencia y -más allá del simple juego de palabras- en la sistemática presencia del exceso.

 

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Víctor Sosa, poeta e ensaísta uruguaio.

 

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