ZUNÁI - Revista de poesia & debates

 

 

PRAGA, LA HABANA: NÚMERO REDONDO.
LA GRISURA DEFINITIVA

 

 

Gerardo Fernández Fe

 

 

Desde la ventana de mi habitación en el hotel Pushkin (calle Husova, n.14) podía presenciar el desfile de los turistas que recorrían en masa las calles adoquinadas de la vieja Praga, una ciudad que, si no aguzamos la mirada, se reduce a estas alturas a reproducciones art nouveau de Alphons Mucha, piezas bastante kitsch de cristal de Bohemia, la mirada importuna del icono de Franz Kafka y sus efectos colaterales: museos, cementerio, barrio judío, y el obligado paseo por sobre el puente Carlos que adereza el río Moldava; avanzada la tarde, la amalgama de sonidos sublimes en una de las ciudades europeas donde más se comercia con la música clásica; y ya en la noche, desiertas sus calles, la sensación de hallarse uno en el sitio de la perversa discreción (lejos de los flagrantes escaparates de Ámsterdam, de la desfachatez del Raval barcelonés o de la rue Saint-Denis, próxima a Les Halles), la ciudad donde más presente, subrepticio e intenso me ha parecido el comercio de la carne.

 

Era verano y percibía en mí una excitación inusual. Había desembarcado en Praga cuarenta años después de que, en cumplimiento de la Doctrina Brezhnev, irrumpieran primero los paracaidistas, luego los tanques del ejército soviético, a la cabeza de un contingente de países signatarios del Pacto de Varsovia, exactamente la madrugada del 21 de agosto de 1968.

 

Con el afán de quien conmemora la redondez de un número, había previamente comprado Invasion Prague 68, un pesado álbum con más de doscientas fotos realizadas por Josef Koudelka, que incluye desde los ladrillos lanzados contra los carros de combate, los primeros cadáveres, hasta el frío en la médula que viene con el peso del poder impuesto, la eufemística normalización, luego la falsa calma de una ciudad dominada por un amigo hasta entonces gentil, ahora molesto, él mismo desconcertado, con sus rudos soldaditos preguntándose qué hacían en realidad en aquella ciudad hermosa, hambrientos de sexo, como los fotografía Teresa en una novela de Milan Kundera. Apenas un par de meses atrás, uno de los graffitis en los muros de París decía: “No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre supone el riesgo de morir de aburrimiento”. El hermano mayor un tanto incómodo (La Santa Rusia titularía Jan Saudek un memorable díptico suyo), llegaba ahora para imponer la grisura definitiva.

 

Con el eco de la agresión soviética a Hungría en 1956 y el deshielo post-stalinista promovido por Jruschov, Praga se había vuelto una ciudad incómoda sobre un sillón plagado de ácaros, un cuerpo que al moverse cuestiona la legitimidad de los pilares que la sostienen. En una entrevista con Mario Benedetti publicada en dos partes en el periódico uruguayo Marcha el 28 de febrero y el 7 de marzo de 1969, Roque Dalton daba cuenta del “asombro político” que hubo de experimentar durante dos años ante “un panorama ideológico que no esperaba encontrar en un país que llevaba veinte años de socialismo”. En contraposición con el “sentido de lo heroico” aprehendido en Cuba, al poeta salvadoreño le chocaba de la juventud praguense esa mezcla de “misticismo, religiosidad, anticomunismo, esnobismo, nihilismo”, definitivamente “formas ideológicas” exportadas por el imperialismo “para el consumo de los pueblos”; exactamente lo mismo que se dijera Leonid Brézhnev un buen día, mientras se afeitaba, digo yo, y tras un leve temblor de la mano ejecutora una gota de sangre rojísima salpicara la blancura del lavamanos. Luego vendría un portazo enojado, la dificultad para conciliar el sueño, el despertar una madrugada repitiendo ¡Imperio!, ¡Imperio! (no sabríamos cuál) en un perfecto ruso con resonancias ucranianas, y detrás la voz de una esposa: calma Leonid, tienes que hacer algo, mientras le pasa la tibia mano por la espalda.

 

En junio de 1967, durante el IV Congreso de Escritores checoslovacos, la cúpula del partido fue duramente criticada: se exigía la rehabilitación de los defenestrados de los años 50, se solicitaba un retorno a ciertos códigos democráticos, algo que resumiría Alexander Dubcek en su libro La vía checoslovaca al socialismo (Ariel, Barcelona, 1968): “volvamos a los orígenes, volvamos a 1945, cuando el pueblo estaba mayoritariamente con nosotros y con nuestra intención de construir el socialismo”. Fue precisamente Dubcek quien muy a principios de enero de 1968 tomó las riendas del Partido Comunista Checoslovaco cuando el pleno de su Comité Central fijó la imposibilidad de que una misma persona detentara el cargo de Jefe de Estado y Secretario del Partido. Ese día era desplazado Antonin Novotny, el hombre de los rusos. Un mes más tarde fue eliminada la censura en los medios de prensa: radio, televisión, prensa plana, se hacen eco del alarido de una población desgastada, harta de tanta grisura. No sin antes dejar claro los postulados marxistas de las transformaciones emprendidas, la dirigencia del partido firma en abril su Programa de Acción: papel rector del partido pero democratización de sus métodos de trabajo, inclusión de los ciudadanos no comunistas en la reparación del entramado económico-social, libre autonomía de las empresas en su gestión, autorización del pequeño negocio privado, reivindicación de las minorías nacionales (judíos, eslovacos), derecho ciudadano a viajar libremente al extranjero, además de la atención a los reclamos más elementales: una enseñanza menos ideologizada, una vivienda más digna, un nivel de vida menos raso —o ruso, quizás. Alexander Dubcek tendría también problemas para conciliar el sueño: bolchevismo y democracia, ideología marxista en el poder y plena sociedad civil, parecían tareas arduas, arenas que se mueven; o como diría Carlos Fuentes en un texto en memoria de Julio Cortázar (ambos testigos de la ocupación a finales del 68), “la buena intención de salvar lo insalvable”.

 

Así que los tanques habían entrado en Praga. Unos días antes, Dubcek había recibido por separado las visitas del mariscal Josip Broz Tito, paladín del socialismo autogestionario yugoslavo, y de Nicolae Ceausescu, el Conducator rumano, primos de dudosa reputación observados por el Kremlin con celo perruno. El resto es bastante conocido. Moscú no podía permitirse una nueva Finlandia cincuenta años después. Los checos habían fijado el 9 de septiembre como fecha para un congreso partidista que legitimara lo ya puesto en marcha, tal vez el momento atrevido de los nuevos reclamos. Por ello los tanques ya estaban debidamente lubricados incluso un mes antes del día de la acción, las municiones verificadas en sus cajas de tapas grises con letras de un alfabeto ajeno, los cables secretos recibidos por sus agentes dobles KGB/StB, las tropas de soldaditos sin cópula a escasos kilómetros de la frontera.

 

A media mañana Dubcek era arrestado y conducido a un lugar secreto. Un “tribunal revolucionario” lo juzgaría por sus actividades contra la Patria. Era el retorno del Imperio. Se esperaba lo peor.

 

—Oh, esto me huele a muerte —diría el personaje de un cuento de Ivan Klíma cuando el médico se apresta a anunciarle un invasivo cáncer que tampoco le deja conciliar el sueño.

 

Pero lo peor, como el cáncer o el fusilamiento en el que pensaba Dubcek, sería su retiro obligatorio en unas barracas de la KGB en la sierra de los Cárpatos, las presiones de sus captores, el miedo, siempre el miedo, luego el traslado a Moscú, su capitulación, la firma de los Protocolos de Moscú, su voz temblorosa en la radio, de regreso a Praga, “tan humillado que no podía hablar”, una sensación que la Teresa de Milan Kundera no lograba olvidar. Incluso en Zurich, en el exilio.

 

Incluso cuarenta años después yo seguía buscando en Praga dos o tres vestigios de aquellos años, al menos un diminuto fulgor. Yo y mi álbum de fotos de Koudelka entre tanto turista domeñado. “Ya no queda nada” —me había anticipado un amigo en un email desolador. Una madrugada me despertó el timbre del teléfono.

 

—Oh, esto me huele a muerte —mascullé. Pero no era sino un compañero de hotel, ahíto de cerveza, que había olvidado la llave y el número de su habitación.

 

A la mañana siguiente, durante el desayuno, logré traducir de un periódico italiano un reporte de la agencia Novosti que anunciaba el inminente boicot ruso a la cerveza checa si el gobierno de Praga decidía finalmente instalar en su territorio un radar del sistema antimisiles norteamericano. Había olvidado que me encontraba en un país que produce 19 millones de hectolitros de cerveza al año, con un consumo también anual de 160 litros por persona. Pensé entonces en Roque Dalton y aquel sitio, Ufleku, de donde saliera su célebre poema “Taberna”. Ese día recorrí la ciudad toda pero no hallé el lugar. “Los poetas comen mucho ángel en mal estado”, había escrito, o transcrito, el poeta salvadoreño.

 

Todo sobre la prensa

 

Quien intente una lectura de la lectura cubana de los acontecimientos de Praga a través de la prensa plana de la época, percibirá en una primera etapa la intención de poner sobre la mesa todas las cartas posibles, la diversidad de ese eco que le viene de afuera en forma de despachos cablegráficos. Con ese espíritu, por ejemplo, el número de Juventud Rebelde del 18 de julio se limita a transcribir una declaración sobre política exterior del gobierno reformista de Praga: “esperamos que los países amigos apoyarán nuestro proceso renovador y que no emprenderán una acción que pueda complicar la situación interna (…) creando fuentes de incomprensión y tensión entre algunos países socialistas”. Al día siguiente, a partir de un despacho de la agencia checa CTK, es citada la posición de Nicolae Ceausescu, presidente rumano: “consideramos que es un deber y la responsabilidad de cada pueblo, de cada partido, organizar su vida interior conforme a las condiciones concretas y a sus aspiraciones. Nadie puede tener la pretensión de ser el poseedor de la verdad universal en la construcción del socialismo”.Sin embargo, el 23 de julio el mismo diario reseña un artículo aparecido en el rotativo militar moscovita Krasnaia Zvezba: “¿podemos ver con indiferencia, insensiblemente, las declaraciones en ciertos órganos de la prensa, radio y televisión de Checoslovaquia que tratan de tergiversar los fines y la misión del Tratado de Varsovia…?” Al otro día es citado el pedido a no dramatizar la situación por parte de Jan Pudlak, vicecanciller checo, y luego se informa del apoyo del Partido Comunista Francés, “su total solidaridad con la voluntad checoslovaca de determinar un camino original hacia la democracia socialista”.

Mientras tanto, la revista Bohemia, supuestamente menos dada, por su carácter semanal, a sucumbir ante la inmediatez de la noticia, comienza a dedicarle a esta situación en el número del 26 de julio una buena parte de su sección “A través del mundo”. Quienquiera que haya sido el responsable de este espacio, no duda, con un par de adjetivos definitorios, en mostrar ejemplos de “la opinión ortodoxa del socialismo europeo sobre el nuevo régimen checoslovaco” y el “tono magisterial”, de reproche, advertencia y recelo con que los cinco países hermanos (URSS, RDA, Hungría, Polonia y Bulgaria) se dirigían a los líderes checos en un reciente documento, contestado de inmediato a través de una carta-respuesta del PCCH, “mesurada pero firme”, como la califica el anónimo analista cubano.

 

El 27 de julio, Juventud Rebelde retoma una nota de la agencia CTK donde queda claro el respaldo del pueblo checo a las políticas de su partido, así como el pedido de que en las negociaciones con la dirigencia soviética “sean respetados los principios de autonomía y soberanía”, a lo que sigue la enumeración de los simpatizantes con la causa reformista (Rumania, Yugoslavia, Japón y la mayoría de los PC occidentales), y del otro lado los firmantes de la Carta de los Cinco, con el apoyo de los Partidos Comunistas de Chile y Venezuela. Cuba, como hemos estado observando, no se ha manifestado al respecto. Dos días después es citado in extenso un artículo aparecido en Rude Pravo: “O estamos en condiciones de ofrecerles a los trabajadores algo que les conviene, y ellos lo reconocerán, o no somos capaces de hacerlo. Entonces, sin embargo, sería muy difícil mantener por vías honradas el poder político”.

 

Comienza agosto y en los dos primeros números del mes el analista y compilador de Bohemia ha preferido darle espacio a noticias de Vietnam, Palestina, la crisis estudiantil en México y obviamente los EE UU. A partir del número 33 del día 16 de agosto, por la gravedad de lo que se avecina, el semanario dedica siete páginas a los despachos de prensa de todo el mundo y a un recuento de las declaraciones, visitas y gestos políticos, con un tono objetivo, sin dramatizaciones ni demonizaciones. La semana siguiente los cubanos conocen la noticia de la mayor operación militar llevada a cabo en territorio europeo después de 1945.

 

El número de Bohemia del 23 de agosto saldrá a la calle con un suplemento de 16 planas dedicadas a lo que, con la ayuda de fotos, no dudará en llamar ocupación soviética. El primer paso del compilador será confrontar la visión de Radio Praga según su boletín del 20 de agosto, con un cable de la agencia TASS fechado en Moscú que justifica la entrada de los aliados con la supuesta “petición de prestación de ayuda” de personalidades del partido y del estado para atajar la amenaza de las “fuerzas contrarrevolucionarias” internas. Luego vendrá una columna titulada “La Ocupación en detalle” que relatará, siguiendo reportes de AFP y Prensa Latina, hora a hora, el abanico de incidentes reportados en la única jornada del 21 de agosto, las más de las veces en un tono de identificación, de entendimiento emocional con el país invadido, lo que demuestra cuarenta años después cuál era el sentimiento predominante: toda Checoslovaquia, anota el diario, queda paralizada, los transeúntes se detienen y en actitud militar hacen silencio por dos minutos siguiendo una proclama de periodistas y escritores; en la Plaza Wenceslao aparece una pancarta: “Somos un pueblo libre”; los balcones de toda Praga exhiben banderas nacionales, pañuelos con los colores patrios; se escuchan consignas a favor del partido reformista; los manifestantes gritan “¡Gestapo!” y “¡Viva Dubcek!”; la radio invita a los jóvenes a no insultar a los soldados soviéticos “porque son camaradas que combaten del lado malo”; la muchedumbre exclama: “¡Viva Praga!, ¡Norteamericanos fuera de Vietnam, rusos fuera de Checoslovaquia!”…

 

Como parte de esta amplia cobertura periodística se reproduce una nota donde la Embajada Checa en La Habana expresa su apoyo a la protesta contra la “ocupación (…), considerándolo (…) como violación del derecho internacional”, al reclamo de liberación de los dirigentes detenidos y a la exigencia del “retiro inmediato de los ejércitos de los cinco países”. Al final, en un giro de tuerca inaudito, aparece un recuadro titulado “Maniobras contra Cuba” donde a partir de un despacho de AP originado en la ONU se difundía el criterio de fuentes diplomáticas latinoamericanas según el cual la actitud soviética hacia Checoslovaquia “haría posible que Estados Unidos se creyera también con derecho a invadir Cuba, ya que cae dentro de su área de seguridad”, una muy curiosa reflexión que, tras esa actitud de erizo a la defensiva acechado por el depredador admite no obstante el libretazo injerencista y provocador del otro imperio, el de los “camaradas que combaten en el lado malo”.

 

Y aquí viene el giro definitivo: el número 35 de Bohemia, a la venta el 30 de agosto, incluirá una alocución de Fidel Castro ante la plana mayor del Partido, el Gobierno y las cámaras de la televisión. Varios serán los temas abordados: crítica al “carácter liberaloide” del grupo reformista checoslovaco, “luna de miel” entre “los liberales y el imperialismo” observada previamente por la Dirección de la Revolución, ataque a la actitud de Josip Broz Tito y su Liga de los Comunistas Yugoslavos, y —tras haber reconocido que hubo violación en el cruce de la frontera y la ocupación del país vecino— un párrafo que resume la histórica posición cubana:

 

“…sólo el desarrollo de la conciencia política de nuestro pueblo puede permitir la capacidad de analizar cuándo ello [la ocupación] se puede presentar como una necesidad y cuándo ello, incluso, es necesario admitirlo aun cuando viole derechos como son el derecho de la soberanía que en este caso, a nuestro juicio, tiene que ceder ante el interés más importante de los derechos del movimiento revolucionario mundial y de la lucha de los pueblos contra el imperialismo que a nuestro juicio es la cuestión fundamental…”

 

Acto seguido, en ese mismo número de Bohemia, la sección “A través del mundo” vuelve a dedicar sus páginas a una entrevista con “la organización guerrillera árabe Al-Fatah”, la crisis en Bolivia, la invasión a Vietnam… Sin embargo, la sección “En Cuba”, hasta el momento consagrada a temas obviamente nacionales, dedica tres planas al tema checoslovaco, ahora sí con una manifiesta toma de partido, el único partido posible: se cita un despacho de TASS sobre el “mando de las tropas aliadas que presta concurso a la garantía de la seguridad interna y externa del Estado Socialista”; se habla de “elementos enemigos” y de “fuerzas contrarrevolucionarias” que recurren a acciones peligrosas: quema de carros de combate, incendios en edificios; se señala la “desaforada campaña difamatoria contra las fuerzas patrióticas del país y de los estados socialistas aliados”; se anuncia la presencia en Praga de más de 1 500 norteamericanos, espías con un papel crucial antes y durante los sucesos; se informa del humo intenso observado en la azotea de la embajada norteamericana producto de la sospechosa quema de documentos reveladores; se establece, según otro reporte de TASS, la lista de los líderes revisionistas sorprendidos en un “conciliábulo secreto” el 22 de agosto (Císar, “apóstata del leninismo”, Sik, Kriegel, Jan Prochazka…); se retoma un cable de Prensa Latina en Argel según el cual el diario El Moudjahid elogia que la ocupación armada se haya desarrollado “sin derramamientos de sangre”; se enumeran los gestos de apoyo de los partidos comunistas sirio, turco, mongol; y por último se comenta la llegada a Moscú de una delegación de alto nivel encabezada por Ludvik Svoboda —presidente checoslovaco—, su recibimiento por parte del camarada Brézhnev, la guardia de honor, los respectivos himnos, la acogida jubilosa del pueblo moscovita [Dubcek se incorporaría al grupo proveniente de su dulce retiro en los Cárpatos], y finalmente el cierre de las conversaciones “en un clima de camaradería y franqueza”; “todo ello —aclara en algún momento el nuevo compilador anónimo cubano, pues imaginamos no haya sido el mismo de días atrás— para explicar el cruce de la frontera checoslovaca en la madrugada del día 21”. Así de sencillo.

 

Las palabras obviadas

 

En un recuento sobre su amistad con Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez ha narrado una escena entre ambos, desnudos, a 120º C, sentados en una banca de pino fragante en una sauna pública adonde habían sido conducidos por Milan Kundera; una sauna, un espacio oscuro, húmedo y recogido, “el único sitio sin micrófonos ocultos en toda la ciudad”. Sólo allí, a finales de 1968, podían escuchar sin tropiezos el relato de lo ocurrido durante las primeras semanas de la ocupación. En esa misma época, Jean Paul Sartre también viaja a Praga, asiste a las representaciones de dos obras suyas montadas por teatristas que pronto serían defenestrados (¿parametrados?) por su lucha contra un enemigo, aclara, “presente pero invisible”. Luego confiesa: “me marché de allí sin alegría”, según el libro de Simone de Beauvoir La cérémonie des adieux.

 

De todo esto, y de otros textos propiamente fictivos (La orgía de Praga, de Philip Roth; Imágenes de Praga, de John Banville…) se ha desgajado una sensación, la de la grisura no sólo estética que todo estado totalitario trae consigo como un broche, o mejor, un blasón: toma, cuélgatelo en el pecho, esta es mi grisura, tienes que llevarla contigo a todas partes. Los más optimistas, que han sido los más afectados, siguen pensando que la castración a que fue sometida la Primavera de Praga evitó el florecimiento de algo, el brote de un estado (en minúsculas) de bienestar —y otros términos más propios a la botánica: brote, germinación…; piensan también que de no haber irrumpido los tanques en la ciudad (de no haberse cortado Leonid la piel de su rostro mientras se afeitaba como me gusta imaginar, de no haber despertado sudoroso a mitad de la madrugada), hubiera tenido lugar una transformación hermosa y significativa en la política del siglo XX. Así piensan, y ese es su derecho.

 

Del otro lado del bosque, los irredentos, tan firmes, tan dados a las certezas, insisten en colocar el proyecto de Alexander Dubcek al lado del que veinte años después propició Mijaíl Gorbachov en el mismo corazón del Imperio —en la misma época en que el cantautor argentino Alberto Cortéz, en pleno teatro Karl Marx, hiciera levantar de sus butacas, tras abucheos, con tan sólo un par de palabras incómodas (o quizá el eco de una sola), a una buena parte de la intelectualidad habanera: imperio, imperio, repitieron algunos cubanos esa madrugada.

 

En esa tersa tesitura ha sido pensado un texto sobre los acontecimientos de Praga que publica la revista cubana Temas en su número 55 (julio-septiembre 2008). Su autor, el investigador Manuel E. Yepe, intenta un acercamiento desde su posición de otrora embajador cubano en Rumania, testigo del ambiente pre-Primavera en los países del bloque comunista. Lo cierto es que Yepe esboza un panorama de la situación checoslovaca a la luz de cuatro décadas, y luego la re-justificación del visto bueno que el gobierno cubano hizo público apenas dos días después de que la Operación Danubio fuera llevada a cabo.

 

No asombra entonces que tras un par de lecturas resalten aquí —por su ausencia— las palabras, los tópicos que el investigador ha obviado: el hecho de que Leonid Brézhnev realizó a finales de 1967 una visita prácticamente secreta a Praga donde sólo conversó con el presidente Novotny, su hombre (visible) en el país, sobre los vientos críticos que soplaban en el seno del partido; que en febrero del año siguiente visitó nuevamente la ciudad e intentó por todos los medios cambiar los términos del discurso de Dubcek, ya entonces impulsor de las reformas; que dos meses más tarde no sólo las maniobras hermanas representaron un impulso a la reacción checa, sino que al concluir éstas los ejércitos vecinos allí acantonados retrasaron considerablemente el retorno a sus países; que si los soviéticos respondían al pedido de ayuda de los verdaderos comunistas checos, éstos no fueron sino once elementos del Comité Central que obraban a espaldas del otro 90% de los miembros; que los 6000 tanques amigos fueron finalmente avituallados y puestos en marcha cuando el imperio —otra de las palabras obviamente obviadas— se hartó de que una de sus colonias se hiciera la lista…

 

Cuando el investigador relata que el presidente Svoboda asistió el 23 de agosto a las conversaciones en Moscú en compañía de Dubcek, olvida que éste ya llevaba dos días bajo presión soviética en un lugar desconocido por sus compañeros de gobierno y que el pueblo checo reclamaba a toda voz su liberación; luego ignora las palabras de Brézhnev: “llegamos en el Kremlin a la conclusión de que no podemos confiar en ustedes porque hacen lo que quieren, incluso lo que no nos gusta, y no aceptan por las buenas nuestras críticas”, según Zdenek Mlynar en su libro Le froid vient de Moscou (Gallimard, 1981); no ha querido notar que lo que regresó de Dubcek fue un cadáver político, los escombros de un marxista honesto harto de la esclerosis y de ser tutelado (y tuteado) desde Moscú, un hombre que terminó de guardia forestal en las cercanías de Bratislava —un guardabosques silenciado—, antes de su tardía rehabilitación en 1989. Manuel E. Yepe ha dejado a un lado que con la normalización retornó la obtención de cargos políticos por designación, a dedo, no mediante sufragio, como proponían los reformistas; que la restauración a la soviética deshizo el propósito de respetar las minorías nacionales, que los judíos, como en la misma metrópolis, volvieron a ser mirados con desgano, lejos de las vitrinas de la sociedad restaurada; olvida también Yepe que el éxodo de descontentos se disparó estrepitosamente, que la descentralización de la economía nunca se hizo realidad, que la libre asociación quedó ipso facto anulada, que la religión nunca más fue vista como un derecho ciudadano.

 

Manuel E. Yepe nunca anota que ya en 1969 medio millón de militantes comunistas había sido expulsado de las filas del partido, ¿acaso medio millón de sectarios?, ¿una Microfacción a gran escala, reproducidos como gremlins?, ¿los gremlins contra el Kremlin?; ha obviado que dos años después de la invasión, Moscú dictó línea a línea un texto titulado Lección que trazaba el abc del buen cordero sovietófilo, un panfleto impreso por millones… Si bien el investigador aventura la teoría de que la invasión fue un error que hasta llegó a poner en peligro la integridad de la Revolución cubana, justifica en cambio el aplauso al error; y por último, no ha sido sopesada aquí con un medidor adecuado la resonancia, ya no de la invasión soviética, sino de la aprobación cubana, la decepción de progresistas tan variados como Jaroslav Seifert, Christopher Hitchens (a la sazón brigadista en Cuba de cara al campo), Roque Dalton, Noé Jitrik, Régis Debray, Tariq Alí, Teodoro Petkoff, Roger Garaudy, Kiva Maidanik…

 

Uno de estos, el español Manuel Sacristán, para nada sospechoso de ser un paladín de la derecha sino todo lo contrario, un luchador antifranquista, un marxista incómodo crítico de las deformaciones del estalinismo, pero un teórico convencido del comunismo, enunció, en carta de julio de 1969 a José María Mohedano, secretario de redacción de Cuadernos para el diálogo, una de las críticas más lúcidas que desde la izquierda se hayan realizado:

 

“El gran error de Fidel Castro consistió, en mi opinión, en no darse cuenta de que para decir verdades de a puño cogía, precisamente, la ocasión en la cual acaso se iba a abrir un portillo para que empezara de nuevo una dialéctica política interna al socialismo. Y ello le obligó a cometer el pecado de diplomacia consistente en callar que la RSCH era el país socialista menos degenerado políticamente de toda Centroeuropa”.

 

Que los cuestionamientos más agudos provengan de la izquierda, obviamente la zona del dolor, es un marcador de algo, y esto hace a la herida menos cicatrizable. Yepe no miente cuando asegura que el gesto cubano propició “un giro positivo en las relaciones cubano-soviéticas” —eso lo sabemos. Antes había anotado que con el desenlace de la Crisis de los Misiles en 1962 la relación se había afectado “al menos en el plano de la confianza”, por lo que —deducimos ahora— dicha confianza quedaba restituida con el apoyo cubano, aun siendo, creo entender, un aplauso al error. Lo que ocurriera veinte años después tras Gorbachov sigue siendo la carta de emergencia de quienes, todavía hoy, justifican el error y su consiguiente aplauso; una baraja dudosa, ni trébol ni corazón, pues no deja de estar marcada por un paralelo arbitrario y la resaca de una hipótesis.

 

En una entrevista publicada en la revista Vuelta en febrero de 1994, el filósofo marxista checo Karel Kosik afirmaba que la Primavera de Praga representaba una tercera vía entre el estalinismo de los soviets y la economía de mercado capitalista, de ahí su vigencia —creemos entender—, la necesidad de dos, tres intentos de Primavera…; una plataforma política basada, pues, en algo que nunca llegó a ocurrir, o al menos a cuajar, eso, la floración. Manuel Sacristán, diez años después de la invasión, insistía en que había que dejarla crecer, como no lo cree Yepe, incluso con todos los riesgos posibles: larvas, incendios, inundaciones…

 

“Existía sin duda el riesgo de ofensiva burguesa, con sus cabezas de puente en el seno de los mismos órganos dirigentes del estado y del partido. Pero no disimular esa posibilidad, sino resistir a ella y vencerla, era la condición obligada para pasar del autoritarismo burocrático a un régimen de transición socialista”.

 

¿Y si la operación soviética hubiese provocado, en realidad, la eclosión de un mito? Que los tanques hermanos hayan impedido el florecimiento de algo, la maduración de un proyecto político excitante, ha servido obviamente para divinizarlo: se trata de la castración de un lindo becerro que nunca generó descendencia. ¿Qué hubiera sido de Rimbaud si no hubiera abandonado la poesía a los 19 años para dedicarse, entre otros, al tráfico de armas en los desiertos de Abisinia? Nunca lo sabremos. De ahí que ambos, Praga y Rimbaud hayan padecido del síndrome de la prematurez.

 

Praga es una hipótesis; lo sigue siendo su Primavera (para los que sueñan con ella y se golpean el pecho, y para los que continúan justificando la irrupción del “camarada que combate en el lado malo”), una primavera hipotética. La ciudad no, la ciudad-Praga no, ella está ahí, con su río, sus puentes, esas calles sinuosas donde suelen extraviarse los turistas domeñados.

 

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